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El vuelo de la imaginación: Daniel Baldazo.

Ilustración de Daniel Baldazo.

Ilustración de Daniel Baldazo.

A Virginia Pérez, por enseñarnos a imaginar.

Hace unas semanas, en el post titulado Locus amoenus, invitábamos a los alumnos a escribir una redacción recuperando este tópico de la literatura grecolatina, a partir de una sugerente fotografía de paisaje.

Daniel Baldazo escribió el relato que aparece más adelante.

Sería extraordinario poder viajar por la mente del autor en este proceso creador, en este vuelo de la imaginación que parte de una imagen otoñal, serena pero abierta a lo misterioso, hasta este viaje del protagonista de esta historia a otro mundo.

Daniel tiene una prodigiosa capacidad de transformar cualquier elemento de la realidad en literatura; es decir, percibe la realidad de manera poética.

El relato tiene un lenguaje sugerente, simbólico, impresionista, como el que forjaron los defensores del Modernismo a finales del siglo XIX, siguiendo la estela de los primeros románticos; a ello, se une una natural tendencia a la sugerencia, a dejar al lector un espacio de libertad para recrear la historia según sea su mundo interior.

El relato podría ser germen de un excelente guión cinematográfico; el final, es muy emotivo: Daniel pasa de la luz al claroscuro con una lucidez increíble. Nos lleva de la mano por realidades paralelas, y nos enseña a no tener miedo.

Creo que no puede haber mejor lección: “Por primera vez, no sentía miedo”.

Este es su relato:

Un bosque de árboles se abrió a su paso. Tras una larga caminata, el joven turista tenía las piernas entumecidas y estaba sediento. Giró la cabeza, tenía la corazonada de que una fuente y un banco se encontraban a su derecha, y ahí estaban, no se había dado cuenta de ello mientras que caminaba, “tendría que haber oído el ruido del agua”, pensó bebiendo agua fresca mientras que recordaba cómo había llegado allí, realmente no lo sabía. Su cabeza se llenó de imágenes, todas eran de aquel sitio, no le importaba, estaba en un lugar mucho más tranquilo y se sentía libre.

Un enorme carruaje pasó por delante de él, estaba magníficamente cuidado y adornado. Las ruedas de madera pararon en seco. Unas voces se oían en su interior. La puerta se abrió.  Se acercó lentamente al carro. Un señor mayor, vestido con un traje negro y un pañuelo rojo que le rodeaba el cuello, se encontraba en su interior.

-Pase-, dijo.

El joven entró anonadado por todo lo que le rodeaba, le parecía haber viajado varios siglos. Los caballos se pararon, habían llegado.

El señor que le acompañaba sacó un bastón de su chaqueta y lo llevó por las calles de un pueblo muy peculiar: el suelo empedrado, las casas de madera y piedra, la gente vestida de época; el joven turista se encontraba feliz a pesar de ser tan diferente a toda aquella gente.

Llegaron hasta una pequeña casa alejada del centro del poblado: pequeñas banderas blancas colgaban del porche, una anciana mucho mayor que su acompañante, se encontraba sentada junto a una vela. Comenzaron a hablar en voz baja de él, el señor se despidió y abandonó la habitación.

–          Buenas noches, joven viajero. Veo que viene aquí a por respuestas, ¿no es así?

–          Sí, así es.

–          Se preguntará por qué vivimos refugiados en este bosque. Porque buscamos un lugar donde descansar, fuera de las atrocidades que ocurren cada día ahí afuera. Pero lo importante de verdad, y para lo que has venido aquí, es para decirme la decisión que has tomado.

-Si ve todo eso, seguro que ha visto lo que voy a decir ¿No es así?

La señora asintió, apagó la vela que iluminaba la casa, se había quedado a oscuras; por primera vez no sentía miedo.

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